El aire húmedo que ha renunciado a
la noche entre los pliegues de laderas inestables y sacrificado pistas frescas
sobre finas hojas verdes, deja paso a la brisa de la mañana. La orilla se
levanta vestida de oro, como recuperando el aliento entre mojones abruptos,
mientras va retirando el velo de la niebla. La marea viene cargada de olas de
revancha rebelando sueños oxidados y sirenas olvidadas.
El horizonte acaricia las rocas
desnudas con la fuerza impetuosa de las penas del trasfondo del alma. Se asemejan
a riberas de musgo tiznado gobernadas por Caronte, barquero de Hades que sobre
las olas faena y arriba, impenetrable se mece con todo el enigma de sus aguas, espera convocando a la Doncella de simas y rocas. El aire invoca a esa doncella, cuyo nombre no es seguro pronunciar en voz alta, a sumergirse en el cristal de
hipocampos de perdición y abrazar el abismo que clama.
Entre los rizos hechizados y
surcos neblinosos asciende el Rey sombrío de la morada invisible, dejando
colgados un ronroneo incesante. Música de su cuerpo que recita por la tierra,
ondas de paloma mensajera a la conquista de amada prometida. Hasta atisbar la
ventana de la alcoba de Perséfone como una abierta herida. Faro de gritos del
mundo que espera la luz batida en sangre, cueva carnal del sufrimiento.
Espuma de olas inundadas de
misterios, señales de otros tiempos y distancias entre trazos de un libro. La
vista se aparta para no perder la vida. El cuerpo voluptuoso se baña sin alma. Mientras
se esconden mensajes entre la resaca al golpear el suelo con silencios. Hojas
que gotean sangre con la que apaciguar al Soberano. Astillas rodando que no
intentan engañarle, nos acercan cantando miles de leyendas que quedan entre las
curvas de sus aguas. Losas que son estelas en penumbra y salitre. Palabras
abandonadas al borde de un precipicio.
Caronte espera, sostiene la
Alabastra rasgando sueños que pueblan las conchas hasta el fondo del mar, mientras
olas aúllan desde el horizonte embriagado del líquido elemento. El Amor,
hostigado en su piel, escapa sin pagar la ofrenda. Huye endulzado de
existencia, eternamente como remero primaveral sobre la geografía de la Luz,
pues mientras reme, Aqueronte lejano queda.
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